Soy una chica con mucho carácter,
es más, al principio acojono bastante. Además, soy de las típicas personas que prefiere
hacer algo ella misma en vez de delegar, suelo estar en
todos los “fregaos” para tener las cosas controladas. Pero tengo que admitir
que, con todo lo mandona que puedo llegar a ser, me excita bastante que me quiten el poder en
el ámbito sexual. Sí, me gusta que el tío en la cama me imponga su voluntad, y
si es a la fuerza… mejor.
No todos los chicos con los que he
estado han sabido hacerlo. Con algunos en alguna conversación se lo he dejado
caer pero, tras la excitación previa de sentirse machos alfa han demostrado no
dar la talla, teniéndome que poner, una vez más, yo al mando. Ojo, tampoco me
quejo, pero me gusta cambiar para variar.
El que sí dio siempre cumplió con mis expectativas
fue Nachete, un divorciado de 34 años, algo más bajito que yo (cosa no
difícil, yo mido 1’78) y delgadillo, pero todo fibra. Esa “poquita cosa” de
primeras hacía y deshacía a su antojo conmigo. No he tenido sexo más brutal que
con él, la química sexual entre los dos era impresionante. Sólo el saber que
estaba de camino me hacía ruborizarme y excitarme como una auténtica perra en celo
y cuando lo hacíamos era como dos trenes de direcciones opuestas que chocan, arrasando todo a su paso.
No he conectado tanto sexualmente en mi vida como con él. Hasta pensé en
volverme otra vez monógama, pero eso es otra historia más complicada de contar y tampoco viene al caso que nos concierne.
“Nena, voy para ya”. Con esa
frase yo ya corría a preparlo todo
para que estuviera perfectamente listo cuando llegara. Él se escapaba de ese trabajo
agotador suyo que le absorbía la vida, venía con su mono
de trabajo, y empezaba el primer ritual. Yo le abría la puerta escondiéndome detrás
para que no viera hasta cerrarla el conjuntito o disfraz que le esperaba. Él me
miraba de arriba abajo con esos ojos azules y esa expresión de enfado. Me
observaba atentamente mientras se quitaba las botas del trabajo “para no
manchar” y me besaba bruscamente mordiéndome el labio. Desde ese preciso
instante ya era suya, y como no tenía mucho tiempo siempre
íbamos directamente al grano.
El segundo ritual, hacer que me corriera en su
boca. Ya podía ser en la encimera de la cocina, en el sofá o directamente en el
suelo del hall. Nadie me ha comido el coño como me lo comía Nachete. Y es que
casi lo comía de manera literal. Sin miramientos, totalmente primitivo. Metía
la lengua por todas partes, lo mordía, lo succionaba… yo le cogía fuerte del
pelo, incluso tiraba de él porque el placer rozaba el dolor… él me miraba con
esos ojos azules, frunciendo el ceño, comunicando que ahí mandaba él y yo… me
corría viva.
El tercer ritual: la lucha de
poder. Besos con agresividad, agarrones de pelo hasta llegar a la cama… y el
forcejeo, que siempre ganaba él aunque yo le superase en tamaño. Y regresaba al
segundo ritual, esta vez totalmente inmovilizada hasta que conseguía
otra vez su objetivo. Nunca cambiaba su expresión, siempre me miraba con esa
cara agresiva, esa que hacía estremecerme y doblegarme a su voluntad.
Ha sido mi único amante que era
consciente, porque yo misma se lo hacía saber, que no era mi único amante. En
nuestras conversaciones diarias le hacía el parte de quién había estado en mis
bragas o quién iba a estar. Quería detalles escabrosos y yo aprovechaba exagerando
un poco la virilidad de sus competidores. Le jodía saberlo, pero no paraba de
preguntar… Así que cuando estábamos en la cama comenzaba su cuarto ritual: el castigo
sexual. Entre más forcejeos y batallas ganadas por él me hacía “arrepentirme de
mis pecados”, me obligaba a confesar que realmente los otros no daban la talla
como lo hacía él, que ellos no me daban el placer oral que me daba él, que
ellos no me follaban como me follaba él y que no me hacían correrme como me
corría con él. Y es que era la pura verdad. Cuando se sentía satisfecho de mi
confesión me hacía tal embestida que me extremececía por todos los poros de mi piel, sólo notando
como entraba dentro de mí hasta lo más profundo de mis ser. Y él se quedaba ahí,
con la intensidad del empujón mientras yo explotaba otra vez.
Cuando yo notaba un ápice de
flaqueza aprovechaba para meterme esa polla que sabía
manejar tan bien en mi boca, sedienta de venganza, ahora era yo la que le iba a
volver loca a él. Aún así,no me dejaba que la cogiera con las manos, sólo
con la boca, incluso me amenazaba cuando lo hacía… Si venía especialmente
cansado, yo aprovechaba para ponerme encima suya y follarle, agarrándole de la
cabeza, sin desviar nuestras miradas en ningún momento, encarándonos como
dos lobos alfa de distintas manadas, sacando dientes, para demostrar quién era
más poderoso que quién. Nachete era muy listo, él aprovechaba para reponer
fuerzas y cuando me quería dar cuenta volvía a estar encima de mí, imponiéndose
y ganando la batalla una vez más, haciendo que volviese a perder con un nuevo
orgasmo.
Victorioso, empezaba el último ritual: mi culo. Aprovechando esa polla suya, que entraba sola, me penetraba con lujuria, azotándome y manejándome a su antojo,
hasta que por fin, cedía de una vez con su eyaculación. Aunque hasta en eso era
agresivo. Ponía una cara de dolor mientras explotaba, sabiendo que él había
ganado muchas batallas pero al correrse por mí, perdía la guerra.
Ya tumbados en la cama, los dos exhaustos,
el paisaje era totalmente distinto. Ahora empezaban las caricias, los besos
dulces, las miradas sonrientes llenas de complicidad. Reponíamos fuerzas
hablando de nuestras cosas como dos buenos amigos, la lucha había terminado.
Nos vestíamos, íbamos al salón para seguir charlando mientras nos tomábamos una
coca cola a medias y nos fumábamos un piti. Ese era el tiempo que aguantaba en
mi casa, lo que tardara en terminarse el cigarro porque él sabía muy bien que
si se iba corriendo me sentiría sucia, y aunque me tratase como una zorra en la
cama me hacía sentirme como una princesa. “Nena, me vuelvo al trabajo”. Un
beso, una despedida… y hasta la próxima guerra, "nene".
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